Sentimos de manera distinta a cada persona que nos circunda. Cada uno ocupa en nosotros un espacio irremplazable, somos únicos para todo aquel que nos rodea. Es una obviedad tan obvia, que la pasamos por alto y creemos que podemos reemplazar a las personas con los roles de amigos, familia o pareja como si nada. Y esto, prácticamente nos resulta fácil porque estamos casi siempre abiertos a la ilusión de que alguien entre en nuestra vida, ilumine nuestro mundo. Porque sí, porque adoramos esa sensación, al fin y al cabo todo se trata de química. Aún así, nos llevamos decepciones porque de forma inconsciente idealizamos a las personas, para bien o para mal. Mezclamos intuición con observación, con experiencia, con pretensión...y seguro que con muchas más cosas que quizá me dieran para escribir hojas y hojas. Calemos muy hondo o no en los demás, somos únicos y les hacemos y ellos nos hacen sentir distintos al resto.
Nuestra propia singularidad nos hace complejos. En toda simpleza se halla la más profunda de las complejidades. Somos seres sofisticados, porque en la nada nace el todo. Solo hay que mirar al cielo o al mar para entender todo esto. Mira tus manos, los miles de matices que se esconden en tu piel, la de personas que han pasado por ellas, la de cosas que escribiste con ellas. Se esconden tantos y tantas dentro de ti. Estamos hechos de todos, todo está en todo. Y como una vez dije, en el origen de los tiempos todos fuimos uno y, tú y yo, ya formábamos parte del todo.
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