Era una noche de invierno. El frío se mecía con aires de vehemencia por las cuatro esquinas de su cama. Sus pies se consolaban con la ilusión de entrar en calor en algún momento previo a la llegada de la medianoche. Su entrecortada y temblorosa respiración no impedía que su pensamiento volara más allá de las gruesas y húmedas paredes de aquella mugrosa y más que antigua buhardilla.
No dejaba de verla. No salía de su cabeza. No dejaba de recordarla con las maletas en sus manos, yéndose poco a poco, difuminándose con la niebla y el furioso sonido del viento de enero.
La palabra adiós cosida en su piel, el misterio de la verdad oculta navegando inquieta por su sien. Un grito mudo: "Mamá, no me dejes aquí".
Diez años después su recuerdo sigue tan firme como las estructuras que sostienen aquella buhardilla. Diez años después su memoria sigue tan intacta como las telarañas que sostienen las cientos de arañas que han presenciado su soledad.
Diez años después su corazón no la deja despedirse de su madre. Sigue con ella, en todo cuanto toca y cuanto ve. El abandono no implica rechazo, el rechazo no implica desamor. El desamor no implica olvido.
El amor también acoge la distancia y las implicaciones de la lejanía.
La mejor despedida es la que nunca llega.
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